el secreto de las tumbas
Kenny Abbot agitó el alto vaso gozando con el cristalino tintineo del hielo que flotaba en el whisky. En contraste con el calor exterior la frialdad del vidrio en las yemas de sus dedos era como una promesa de confort. Fuera del bar refrigerado del hotel del Nilo, en Asuán, la arena del desierto se amontonaba en los lugares a los que no llegaba la humedad del río. Aquél era un mundo inhóspito para quienes no habían nacido a su amparo. Calor durante el día, frío en la noche, y siempre la arena, invadiéndolo todo como una maldición. Ése era el Egipto milenario. El Nilo y la arena apenas habían cambiado desde que los faraones erigieron sus pirámides para perpetuar su vida en el Más Allá, dentro de esos fabulosos túmulos funerarios. Las gentes, los campesinos, los mendigos, los comerciantes eran descendientes de aquellos mismos que habían languidecido a la sombra de los muros de los templos donde se acumulaban todas las riquezas. Y, más o menos, seguían igual.