sentencia mortal
Chuck Huxley no tenía las ideas muy claras aquella mañana. Acababa de abrir los ojos y alargó una mano instintivamente para acariciar los finos hombros de Mary-Ann. Pero sus dedos sólo palparon la superficie áspera y fría de un muro. Mary-Ann no yacía a su lado. Ni aquella habitación correspondía al chalet que ambos compartían en la playa. Los ojos de Chuck recorrían, asombrados, los desnudos muros de la pequeña celda. A la luz fría del amanecer que penetraba por un elevado ventanuco guardado por barrotes de hierro, vio una estrecha puerta metálica, cerrada. Olfateó el aire, lleno de estupor: olía a desinfectantes. ¿Un calabozo de la policía?