muerte de una damisela
Betty Morgan miró su reloj de pulsera y acabó la frase que estaba escribiendo. Se puso en pie, colocó la funda encima de la máquina sin quitar el papel del rodillo, sacó el bolso de uno de los cajones de la mesa-despacho, y de él un espejito. Se miró unos instantes, y acabó por retocarse los labios con un poco de «rouge». Hecho esto, Betty adelantó una de sus maravillosas piernas, puso el pie encima de una silla, se arregló las medias de fino nylon, procurando que las costuras quedaran bien rectas, se estiró la estrecha falda sobre los muslos, y, moviendo felinamente las caderas, abandonó la oficina. Betty Morgan no era una chica del montón. Era un portento. Algo difícil de describir.