tres puntos negros
Había llegado aquella mañana a Londres, y tras de trocar mi traje de viaje por el de calle, salí del hotel y me dispuse a visitar la población. No había estado nunca en la capital de Inglaterra y eran grandes los deseos que sentía por conocerla. Mi padre, inglés de nacimiento, me había hablado mucho de su patria, ponderándome constantemente las altas virtudes de la raza anglosajona, a cuyo espíritu, según él, se debía el esplendor de la Gran Bretaña. Repetidas veces me había hablado mi padre también de cuanto de interés existe en el territorio de la rubia Albión, y por ello conocía las grandes ciudades inglesas, con sus monumentos, jardines, museos, etc., como si en realidad las hubiese visto con mis propios ojos.