noventa horas en blanco
Paul B. Ryder se acodó en el antepecho de la ventana y entornó sus inteligentes ojos obscuros. Olfateó el aire y las finas aletas de su nariz romana vibraron gozosas. Auras de primavera agitaron las negras guedejas de su cabellera bronca, trayendo fragancias de árboles reverdecidos, de tiernos prados, de nieves fundidas, de tierra húmeda…