el expreso de los angeles
Como todas las mañanas, con puntualidad cronométrica, Wisner entró en la habitación de su amo a las siete en punto y descorrió las cortinas de la ventana. En la monumental cama, en el centro de la alcoba, el superintendente McGrew profirió un gruñido desapacible y se incorporó rascándose bajo los sobacos. A Bruno Wisner, descendiente de una distinguida familia de mayordomos que se jactaban de haber servido a lo más preciario de la nobleza británica, los desahogos espontáneos del viejo McGrew le disgustaban sobremanera. En realidad, a Bruno le fastidiaban todas las cosas de aquellos ordinariotes norteamericanos, pero soportaba las de su amo, entre otras cosas, porque pagaba espléndidamente sus insustituibles servicios.