la muerta resucitada
La burla y la chacota de las numerosas personas que desde los andenes de la estación del Havre presenciaban cómo los gendarmes ponían las esposas a John Stugart, que habría sido lo más mortificante para otro cualquiera, era un detalle sin la menor importancia para aquel hombre extraordinario, cuya superioridad de inteligencia y grandeza de corazón colocábanle muy por encima de la inmensa mayoría de sus semejantes. Alargó, pues, las manos, y se las dejó esposar tranquilamente, sin perder ni un solo momento su absoluta calma y su serenidad casi augusta. Únicamente cuando fue a bajar del vagón entre sus aprehensores, dijo dulcemente, dirigiéndose a la colegiala: —Crea usted, señorita, que siento por usted, mucho más que por mí, lo que en este momento suceda. ¡Quién sabe cuántos seres inocentes gemirán por causa del deplorable error en que acaba usted de incurrir...!