brindis por un muerto
LA cerrada niebla prestaba a toda la ciudad como un fantástico mundo de sombras. Apenas si se podían distinguir los objetos a un metro de distancia, y las luces del alumbrado público, encendidas durante todo el día, eran impotentes para taladrar la espesa bruma que parecía adherida al asfalto húmedo de las calles, a las fachadas de los edificios, al espacio mismo, convertido en un impenetrable muro. Terrence Conway ahogó una maldición al chocar con cierto individuo, al torcer una esquina. —Perdone —dijo el otro—. ¡Esta maldita niebla!