indulto en la plaza
El toro alzó la cabeza. Una luna redonda como un pandero, rodando sobre la recta línea del horizonte, plantaba la sombra del animal sobre el suelo sedoso de la dehesa. El toro estaba en un claro y, como siempre, solo; estatua negra y viviente que rezumaba fiereza por todos los poros de la noche reluciente de su piel. Se llamaba «Ermitaño». Quizá le pusieron aquel nombre porque, desde pequeño, siendo solo un becerro, escapaba voluntariamente a la manada, al grupo, y que cuando los peones de campo azuzaban a los astados para que no acumulasen grasa echados bajo las encinas, él se adelantaba, huyendo de la estúpida sumisión de los otros toros, que se dejaban arrastrar por el monótono repicar de los cabestros.