los muertos no disparan
Corría uno de esos años en que la colonización del Oeste se hallaba en plena gestación y cuando la vida de un hombre dependía, muy frecuentemente, de la rapidez con que desenfundaba su pistola. Llamábase “Doc” Silver Hands. Su oficio, jugador profesional. Su hogar, las amplias llanuras, y su única fortuna, los dos pesados revólveres que golpeaban sus caderas. Cabalgaba por la calle principal de Guering.