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El motor empezó a fallar de una manera alarmante y el coche se detuvo. Se había quedado sin gasolina. Sidney Philby salió del baquet y, prendiendo fuego a un cigarrillo, comenzó a dar chupadas, sin apartar los ojos de la carretera de Kent, por la que se dirigía a la City. Miró su reloj. Eran las ocho menos dos minutos.