un regalo para el muerto
—Ethel… ¿no dices que se vaya a ese hombre que está en el comedor? Ethel levantó la cabeza de la labor que estaba realizando —un hermoso punto de lana blanca—, y miró sonriente al niño. —¿Qué dices, Frank? —Que por qué no le mandas que se vaya a ese hombre que está en el comedor. Ethel volvió a sonreír, mientras extendía su mirada mecánicamente más allá de la puerta. La habitación estaba inundada de una luz rosada y suave, y más allá todo era penumbra. Se veían brillar tenuemente las sillas del comedor y, muy al fondo, la luna de un mueble-bar. Por las ventanas, todas con las persianas alzadas, ya sólo penetraba una suave oscuridad.