un puñado de tierra
—La casa se conserva todavía magnífica —dijo la dama—. ¿Pero por qué no retiran todos esos muertos? —He dado órdenes para que sean llevados fuera de aquí, señora. —Pero no entiendo por qué están en el porche... —Sin duda se trata de algunos heridos que quisieron venir a morir a esta casa, señora. A nadie le gusta morir solo. Este diálogo tenía lugar entre un alto oficial del ejército del Sur y una elegante dama de unos cuarenta años de edad que acababa de descender de un coche tirado por dos caballos. El oficial era grueso y de mirada oscura. Sus ojillos corrían sin cesar las curvas de la elegante dama, con la que había hecho el viaje, pensando que estaba mucho más en sazón y resultaba mucho más atractiva que muchas jovencitas de diecinueve años. Además, ella sabía llevar la ropa con distinción, cosa que las jovencitas raramente consiguen.