todas las puertas del infierno
El hombre que salió de la sucursal urbana que tiene en el Bowery la Manhattan Chase, no parecía, desde luego, un millonario ni el cobrador de algún sitio de postín. Por el contrario, nadie le hubiera supuesto en aquel momento un capital de más allá de cincuenta dólares. Iba vestido con un mono gris de operario y llevaba la caja típica de los fontaneros: un recipiente metálico donde se oía el sonido de las herramientas al entrechocar unas con otras. Con la gorra echada sobre los ojos y aspecto distraído, abandonó el edificio, mientras decía al guardián de la puerta: —Me parece que la avería está arreglada. Creo que no tendré que volver.