la danza de los sepultureros
El automóvil se detuvo con un suave balanceo, apenas el conductor hizo funcionar el servofreno de primera calidad que había instalado hacía poco. Los ocho cilindros emitieron a partir de entonces una especie de runruneo satisfecho, cuya suavidad no indicaba la tremenda potencia que albergaban en su interior. Aquel último modelo de «Cadillac» quedó detenido junto a un árbol que lo ocultaba en parte, a las miradas de los curiosos, a pesar de que los curiosos no abundaban en aquella calle desierta.