200 millones de muertos
El otro guardó también su arma, tras convencerse una vez más de que estaba cargada, de que el gatillo funcionaba con suavidad y de que el seguro no se encallaba. Pero, pese a estas seguridades, los rostros de los dos hombres estaban crispados. No se sentían tranquilos. La misión que les habían confiado era demasiado pesada, demasiado dura para sus solas fuerzas.