fácil de matar
Hacía ya unos meses que Frank Leslie había muerto. Aquella noche, Harry no pudo resistir más y salió al jardín. La reunión le resultaba insoportable y comenzaba a asfixiarle el ambiente. Se sentó junto a una extraña mesa funcional. Depositó en ella el gran vaso de ginebra que llevaba consigo. La marquesina se extendía por encima de él, protegiéndole de la lluvia que caía torrencialmente sobre la ciudad. Pensó que en ningún lugar del mundo llovía como en Nueva York durante el invierno. Era como si se abrieran unas compuertas, como si se desataran unas enormes cataratas. La lluvia le abrumaba a uno. Las gigantescas y monótonas moles de los rascacielos adquirían, borrosas a través del agua, un aspecto fantasmagórico e irreal. Los hombres, lo mismo que las fieras en la selva, parecían atacados de una rara especie de fiebre que los consumía en deseos inexpresables.