el muerto... ¡vive!
Jamie McPeel, el muchacho que servía la leche a las casas que se hallaban fuera del casco urbano de la pequeña aldea de Gwinster, pedaleaba rápidamente. La mañana era fresca y era preciso activar el ejercicio, para entrar en calor lo más rápidamente posible. Delante del manillar, en una jaula de alambre especialmente acondicionada para el objeto a que se destinaba, iban las botellas de leche. La niebla se agarraba en tenaces jirones a los árboles que flanqueaban el camino, aclarándose o espesándose, según las perezosas rachas de viento que la agitaban. Los objetos quedaban difuminados y aun borrosos en la lejanía de aquella llanura, surcada por leves ondulaciones, cubiertas de césped, brezos y otros arbustos bajos, y que apenas merecían el nombre de colinas.