una placa para dos
Kenneth McCoy acabó de anudarse la delgada corbata al cuello y se quedó mirándose en el espejo. Luego se puso la chaqueta y se volvió a mirar. Perfecto. A los cuarenta y cinco años todavía tenía que esperar mucho de la vida. Y mucho que ofrecerle a la vida. No importaba que ya tuviese algunas canas en las sienes. Aparte de eso todo estaba bien, todo era juvenil y sólido: el mentón, la altiva mirada, el duro pliegue de la boca, el cuerpo seco y duro, los hombros anchos, todavía fuertes… Y tenía un revólver.