el amo del mundo
Se quitó Hermann las gafas y quedó pensativo. Pero era inútil. La idea volvía de nuevo, siempre a la misma hora, sin que fuese necesario consultar el reloj, como si todo su cuerpo y espíritu hubiese estado alerta, esperando cautelosamente aquel momento, para surgir del fondo de la conciencia: —¡Vamos, Hermann, es la hora! Sí, era la hora, la de siempre. El momento preciso de darse cuenta de que, además de aquello, era la fatiga la que apuntaba un tanto, demostrándole que los años no pasan en balde y que la horrenda vejez le hacía correr, escapando del laboratorio, para hacer lo de siempre. Volvió a ponerse las gafas, mirando hacia el fondo del amplio laboratorio donde, entre alambiques y matraces, estaba su ayudante, Karl Drember. Karl era joven, pero le faltaba todo aquel latir de inexperiencia que yacía en su conciencia, todo aquel ansia de volver a ser...