PAÍS LIBRO

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keith luger

flores para los muertos

La herrería se hallaba junto al camino, aislada de las edificaciones del pueblo que quedaban cien yardas más allá. Oliver Caturell, el herrero, abrió las pinzas y una herradura al rojo vivo cayó en la pileta chirriando. Se volvió con el entrecejo fruncido hacia el cliente que estaba sentado en un escalón de la puerta. —Esto va a costarle dos dólares, abuelo —dijo. El anciano a quien se dirigía frisaría en los sesenta años, era pequeñajo y desde que había llegado se había limitado a permanecer callado y a chupar un mondadientes.