cara es la victoria
Lil Montrose, al volante de su «Roadster», notaba los efectos del furioso estío. Lejos divisó un nubarrón amarillento, cerniéndose a ras de tierra entre el valle y su camino. Una milla más y se sumergió en la masa de polvo que hacía irrespirable la atmósfera. Cruzado en medio de la ruta, como interceptándola, vio a un jinete montado en un caballo pinto, vuelto de espaldas, Lil dominó su mal humor —al frenar y exponerse a aquel caos de inmundicia—, contemplando fascinada el magnífico espectáculo. Centenares de cabezas de ganado, mugiendo, irritadas por el calor, cruzaban la carretera, levantando oleadas de tierra tamizada. Era una bella estampa de color: un rebaño inmenso dominado y encauzado por el coloso que se mantenía en pie sobre el estribo. El hombre —al que Lil aún no había visto la cara— vestía el traje típico de «cowboy»: pantalón de dril embutido en recias botas, chaleco de pana verde y una camisa multicolor. Tenía en la mano una fusta, que hacía silbar sobre su cabeza y parecía absorto en su tarea.