la isla de las almas muertas
EL que un hombre como yo, joven —treinta años recién cumplidos—, no mal parecido, sano, sin obligaciones y con una fortuna que se estimaba como una de las mayores de Francia, hubiera caído en la profunda sima del desaliento, llegando hasta odiar a la vida, parece algo fuera de toda lógica. Lo que son las cosas; no obstante mi riqueza y salud y el privilegio de que goza todo hombre adinerado, no sabía qué hacer. Me estaba matando la melancolía y esto puede explicarse si digo que no hacía ni dos meses que tuve la desgracia de quedarme viudo. Supongo que no soy una excepción entre los hombres que han amado a su esposa con auténtica locura. Habrá muchos; pero el golpe que me propinó el destino fue tan fuerte que caí poco menos que en una desesperación sin límites.