tenía que morir
Horace de Poix alcanzó lo alto del pino sendero por el que avanzaba, y al llegar a su máxima altura, frenó el caballo y echó una mirada hacia abajo. Allí la senda cambiaba su curso en descenso, para ir a morir a un trozo de valle amplio, ubérrimo, cubierto de verde y alta hierba, que se dilataba hasta donde la mirada podía abarcar. Desde la altura, en plena marcha, con un sol bravío que caía del cielo inundando de fuego todo el paisaje, pudo abarcar en la lejanía el poblado extendido en el valle, sobre un terreno llano en el que las pequeñas casas no sobresalían unas de otras.