los pastos sangrientos
La mañana había amanecido calurosa y radiante. El sol, como una enorme rosa sangrienta, resbalaba por la cima de las lejanas montañas que marcaban la divisoria, inundando el valle de luz y alegría, al quebrarse sobre la albura de la fachada del pequeño rancho de Edwin Gussel, pintaba sobre el enjalbegado de las paredes reflejos dorados mientras sus rayos como finas e impalpables serpientes de luz, se mecían graciosamente sobre el emparrado que retorcido entre los hierros del porche, amenazaba trepar por la pared para abrazarse a la corrida y amplia galería de madera que cortaba todo el frente de la construcción.