las espinas de la gloria
Mary Drew abandonó aquella tarde las oficinas de la “Chicago Limited”, donde prestaba sus servicios como mecanógrafa, con más premura que de ordinario. Algo que embargaba todos sus sentidos la impulsaba a andar de prisa, deseando llegar a cierto sitio donde, según su íntima creencia, se estaba elaborando su felicidad. Días atrás, con ocasión de un baile que se había celebrado en un establecimiento público para festejar la boda de una compañera de oficina, un hombre gordo, colorado, de modales bruscos, pero sonrisa atrayente, se había acercado a ella, y sin previa presentación, con esa familiaridad que emplean los norteamericanos para todas sus cosas, le había preguntado: