la vuelta del condenado
PUESTO en pie delante de la mesa del director del presidio de Pierre, en Dakota del Sur, Rock Emery parecía una estatua vestida de gris. El uniforme que le dieran tres años atrás cuando ingresara en la prisión, se le había quedado ancho, pero, aun así, lo sabía llevar con dignidad y empaque. Rock era ya un hombre que iba a cumplir los veintiséis años. De una estatura media, más bien tirando a alto, debió ser un muchacho fornido y musculoso cuando entró en el penal. Aún conservaba sus fuertes bíceps cultivados en luchas deportivas dentro del recinto, pero la inactividad, las preocupaciones y una alimentación poco fuerte para un hombre de su juventud y energía, le habían restado parte de su natural fortaleza.