la sangre del oeste
AQUELLA mañana de mediados de abril, el viejo Jim Sinclair se había levantado mucho más temprano que de costumbre. Insensible al lacerante cierzo que reinaba en el dormitorio, se arrojó del lecho, se embutió los anchos y gruesos calzones de pana dorada, metió los pies en unas toscas babuchas fabricadas con piel de cordero, que prestaban a sus extremidades un aspecto elefantíaco y, tomando una gruesa toalla de felpa que pendía fláccidamente de una alcayata, se lanzó en camiseta a través del pasillo, alcanzando la tosca escalera de pino hasta hacer su aparición en el patio del rancho.