hasta el último aliento
Cuando el sargento Ned Jasper de la Real Policía Montada penetró en Ottawa luciendo su empolvado y descolorido uniforme, en el que la guerrera roja parecía amarilla en fuerza de haber absorbido el sol y la lluvia, y los azules pantalones semejaban haber sido grises para convertirse en pardos, respiró como si le acabasen de quitar del pecho una enorme losa, mientras sus ojos, que habían perdido la costumbre de captar la vida y el movimiento tumultuoso de las capitales, se cerraban para evitar a su cerebro la vorágine de un marco que le obligase a caer del caballo.