era todo un hombre
DESDE la ventana del pequeño comedor de su bonita choza, instalada en lo alto de una eminencia en lo que poco antes eran los arrabales de Coolville a muy escasas millas del río Ohio, Bud Andrews, acodado sobre la jamba contemplaba con éxtasis el reducido, pero riente panorama que se desarrollaba por debajo de él. A su lado, Irene, su esposa, se apretaba contra él para ocupar una parte de la estrecha ventana y seguía con mirada complacida y riente la trayectoria de la de su esposo. Irene era una mujer de belleza sencilla, pero espléndida, y frisando en los veintisiete, pero que a simple vista parecía no exceder de los veinticinco.