el fracaso del triunfo
Moría la tarde en una apoteosis de celajes violáceos y rojizos, como si el resplandor de un gran incendio surgiese de las turbias aguas del Sena para elevarse amenazador hacia la grácil silueta de la Torre Eiffel, dispuesto a devorarla con el ansia homicida de su lumbrarada. Desde el inclinado ventanal de aquel tabuco rayano con el cielo, que en el corazón del viejo barrio latino tenían alquilado «El cuarteto de las Bellas Artes», como pomposamente se denominaban ellos mismos, Pepe Ramírez y Carlos Ibarra contemplaban la maravillosa puesta de sol, sin casi atreverse a respirar para no romper su encanto.