el enigma de los brillantes
Aquella mañana de mediados de marzo, Londres amaneció envuelta en una brumosa y húmeda cortina de niebla que se filtraba en los huesos, obligando a los transeúntes a caminar con más celeridad que de ordinario para no dejarse dominar por el entumecimiento propio de un día tan molesto. Las bocinas de los autos, las sirenas de los coches de línea y las campanas de los tranvías, que no cesaban de vibrar un instante, avisando a los distraídos transeúntes del peligro de su paso, formaban un concierto estridente que atronaba los oídos y ponía los nervios en tensión. Acababan de dar las nueve en el reloj de la torre de la abadía, cuando la señora Dumbar, muy arrebujada de su espeso chal de negra lana, se detuvo ante la puerta del número 57 de Fleet Street, traspasando el zaguán, mientras maldecía del tiempo y se sacudía con grandes aspavientos la húmeda capa que la pesada niebla había prendido sobre sus ropas.