intolerancia
CUANDO el autobús abandonó la costa el calor se hizo más insoportable. Eran las doce de un día caliginoso de agosto; el sol caía de plano, la tierra despedía fuego y los viajeros, amontonados en el interior del vehículo sudaban copiosamente. Mientras marcharon paralelos a la playa una ligera brisa marina alivió sus torturas; pero ahora, cruzando las tierras bajas y pantanosas del interior, la atmósfera se había tornado irrespirable. —Esos malditos negros huelen que apestan —gruñó un tipo gordo, sentado cerca del conductor, secándose la frente con un pañuelo y dirigiendo una mirada rencorosa hacia el asiento posterior, donde se apretujaban nueve o diez individuos de color.