la senda del oeste
La muchacha, arrellanada en la lujosa victoria descubierta, adoptó un aire de indiferencia. Estaba completamente segura de que todo el mundo la miraba, y disfrutaba con ello. Era natural, pensaba, que todos admirasen a la bella hija de un gran hombre. Así, pues, se arregló el corpiño, se ahuecó los cabellos y fingió no ver a nadie, mientras el negro cochero de galoneada librea fustigaba el soberbio tronco de caballos rabones y la victoria avanzaba dando tumbos por los baches y rodadas de la Avenida de Pensilvania hacia el edificio del Senado. La escena ocurría a primeros de mayo del año 1842.