el ojo de la cerradura
La isla estallaba de luz bajo el sol tropical. Las aguas tenían una transparencia esmeraldina y, en tierra firme, las plantas y las flores componían una sinfonía de color inigualable. Sentado en la terraza de su finca de recreo, Stanley G. Barrie pereceaba en una tumbona, a la sombra y junto al borde de un acantilado de diez o doce metros de profundidad. Las aguas batían mansamente contra las rocas.