el vampiro azul
El tren de Los Ángeles desapareció en las negruras de la noche. El farolillo rojo del furgón de cola brilló unos instantes, alejándose poco a poco hasta que la oscuridad se lo tragó. Y la pequeña estación de Kingvan, en las lindes del desierto de Arizona, quedó desierta y silenciosa. En la puerta de la cabina de madera y ladrillo que constituía el edificio de la estación estaba Shorty con su pipa en la boca. Shorty lo era todo: jefe, mozo de estación y telegrafista. Se pasaba los días solo en aquel desierto, y como única distracción obsequiaba con conciertos de concertina a los gorriones que se acercaban a picotear en el musgo que crecía en el andén.