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El tren se deslizaba hacia el Norte, atravesando las llanuras del Transvaal. Tenía como compañeros la Gran Carretera y un río diamantífero, amén de campos cultivados que mostraban la gama de distintos verdores. Ni una nube ensombrecía el risueño paisaje, y el desplazamiento del convoy era veloz en la línea inmutable. Recordaba una flecha embalada, en alas del sol, hacia la inmensidad. De repente… —¿Has oído, Mark? —preguntó un hércules, de pelo bermejo—. Diríase que la máquina anuncia su llegada a Pretoria… ¡Qué rápido!