no cuentes los muertos
Un rojizo atardecer. Como si tras el horizonte se originara el más pavoroso de los incendios. Aquellos dorados y postreros resplandores del sol envolvían Culver City. Las embarradas y solitarias calles débilmente acariciadas por el declinar del sol. Todo era silencio y soledad. Como una ciudad fantasma. Abandonada por sus moradores. No era así. Un observador más suspicaz descubría a los curiosos tras los ventanales de las casas. Junto a las entreabiertas puertas o asomando prudentemente bajo los porches.